Estimados docentes:
Comienza un nuevo año planteándose como siempre desafíos de fortalecer proyectos tanto como para pensar nuevos desafíos.
Desde esta perspectiva es que les proponemos un texto donde la pregunta es la protagonista. Cómo preguntan los alumnos? Cómo interpretamos esas preguntas? Para qué sirve que un estudiante pregunte?
Esperamos que lo disfruten y los invitamos además a leer artículos que iremos subiendo periódicamente para enriquecer nuestra práctica.
¿Qué significa preguntar?1
Santiago Kovadloff
No se nos
educa para que aprendamos a preguntar. Se nos educa para que aprendamos a
responder. El mal llamado sentido común suele confundir el saber con lo que ya
no encierra problemas y la verdad con lo invulnerable de la duda. Es que,
usualmente, la pregunta sólo vale como mediación que debe conducir, cuanto
antes, al buen puerto de una respuesta cabal. Allí, entre sus sólidas
escolleras, se le exige naufragar al desasosiego sembrado por la pregunta.
Como se ve,
preguntas y respuestas tienen, entre nosotros, no apenas un valor
convencionalmente complementario, sino también íntimamente antagónico. Y en
tren de sincerarnos, habrá que reconocer que nos cautivan mucho más las
respuestas que las preguntas. Ello es fácil de explicar: mientras las primeras
siembran inquietud, las segundas, si no reconfortan, al menos clarifican y
ordenan. Pero por lo mismo que están llamadas a apaciguar la incertidumbre, las
repuestas suelen ser más requeridas que encontradas y su aparente profusión, en
consecuencia, resulta más ilusoria que real. Y en un mundo que cree disponer de
más respuestas que las que efectivamente tiene, preguntar se vuelve imperioso
para poner al desnudo el hondo grado de simulación y jactancia con que se vive.
Tan imperioso, diría yo, como peligroso. Exhibir sin atenuantes nuestra
indigencia en términos de saber no suele ser una iniciativa que coseche
demasiadas simpatías. Occidente, no menos contradictorio en esto que en otras
cosas, quiso perpetuar la memoria del hombre que encarnó como nadie la pasión
de preguntar y el don de sostenerse con entereza en el riesgo de lo que
preguntar implica. Pero Sócrates fue condenado a muerte por la misma cultura
que lo enalteció. Su recuerdo, por lo tanto, resulta tan estimulante como
preventivo.
No hay
sistema autoritario que no asiente el despliegue de su intolerancia en la
primacía de las respuestas sobre las preguntas; en la presunción, respaldada a
punta de bayoneta, de que el saber (que por lo general se presenta como El saber)
tiene al sujeto por depositario pasivo y no por intérprete activo.
Asimismo, es
tan interesante como descorazonador verificar que, en su mayoría, los políticos
tienden a excluir las preguntas del arsenal retórico en que nutren su
elocuencia. Están persuadidos de que les irá mejor si se las ingenian para
responder antes de que para preguntar. Ello supone que las preguntas,
explícitas o no, corren por cuenta del electorado insatisfecho, con lo cual
quedan definitivamente asociadas a lo que debe superarse y no a lo que debiera
ser recuperado.
Decididamente,
preguntar no es prestigioso. Puede, sí, resultar circunstancialmente tolerable,
sobre todo en boca de los niños. Entre los tres y los diez años, los chicos
suelen hacerse cargo de cuestiones cuya densidad poética y filosófica rebasa
con holgura eso que, un tanto precipitadamente, llamamos nuestra madurez. Así
es como, en su mayoría, quienes divulgan en reuniones sociales las
“ocurrencias” de sus hijos, tienden a etiquetar como ingenioso a lo
inquietante, como divertido a lo grave, como insólito a lo bello o como
expresión de inocencia a lo que traduce el más radical de los cuestionamientos.
Los niños
preguntan en serio. ¿Qué significa eso? Significa que, al igual que
contadísimos adultos, se atreven a quedar a la intemperie, a soportar los
enigmas impuestos por una realidad que, rompiendo su cascarón de docilidad
aparente, se planta ante ellos revulsiva, irreductible, misteriosa y
desafiante.
Los niños no
preguntan porque no sepan. Preguntan porque el saber aparente, ese velo
anestesiante que años después habrá de envolverlos, aún no ha logrado
insensiblizarlos. Es que los niños están constituidos por un tejido espiritual
que mientras rige no es permeable a la función soporífera que se adjudica al
conocimiento bajo el nombre de educación. Los niños están aún más acá del
saber. Lo demuestran al hacerse cargo, personalmente, de la responsabilidad de
preguntar. Y aquí arribamos adonde más importa.
¿Quién
pregunta de verdad? ¿Acaso aquél que ignora lo que otros, supuestamente, saben?
¿Pregunta, quizá, quien no cuenta con las respuestas de las que otros, más
afortunados, sí dispondríamos? No lo creo. Preguntar no es carecer de
información existente. Nada pregunta quien supone constituida la respuesta que
él busca. Si la pregunta va en pos de una respuesta preexistente, será hija de
la ignorancia y no de la sabiduría. Las auténticas preguntas, tan inusuales como
decisivas, son aquéllas que se desvelan por dar vida a lo que todavía no las
tiene; aquéllas que aspiran a aferrar lo que por el momento será inasible;
aquéllas que se consumen por constituir el conocimiento en lugar de adquirirlo
hecho.
Sí,
preguntar es atreverse a saber lo que todavía no se sabe, lo que todavía nadie
sabe. Preguntar es animarse a cargar con la soledad creadora de aquel viajero
que inmortalizó Machado: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”.
Es que las preguntas serán siempre empecinadamente personales o no serán
auténticas preguntas. Preguntar no es andar por ahí formulando interrogantes,
sino sumergirse de cuerpo entero en una experiencia vertiginosa. Las preguntas,
si lo son, comprenden la identidad de quien las plantea incluso cuando no
resulten, en sentido estricto, preguntas autobiográficas. Precisamente, debido
a ese férreo carácter personal e intransferible de la pregunta, es decir en
virtud de su sello de instancia indelegable, la respuesta requerida no puede
estar construida con antelación a ese preguntar. Sócrates no dispone de las
respuesta que buscan sus interlocutores. No puede disponer de ellas si de
verdad pregunta. Ellas sólo han de ser creación de quien se anime a forjarlas.
Cada cual debe responder a su manera así como no puede sino preguntar a su
manera.
En el
auténtico preguntar zozobra la certeza, el mundo pierde pie, su orden se
tambalea y la intensidad de lo polémico y conflictivo vuelve a cobrar
preponderancia sobre la armonía de toda síntesis alcanzada y el manso
equilibrio de lo ya configurado.
Cuenta Joan
Corominas en su cautivante diccionario que laexpresión latina percontari, de
la cual proviene nuestro preguntar, se vio alterada, en su proceso de
cambio hacia la lengua castellana, por el verbo de uso vulgar praecunctare,
derivado de cunctari que significa dudar o vacilar. La
referencia etimológica gana todo su peso si se advierte que percontari enfatiza,
en el acto de preguntar, la decisión de conocer o de buscar algo que se sabe
oculto o disimulado. En cambio, praecunctare subraya la incertidumbre,
el tantear a ciegas que se adueña de aquel que pregunta. Y, efectivamente, en
el acto de preguntar la realidad reconquista aquel semblante antiguo,
penumbroso, que la respuesta clausura y niega.