miércoles, 16 de mayo de 2012

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Estimados docentes:
 Hacemos una primera entrega de lectura orientado esta vez a los adolescentes. Estadío evolutivo donde las relaciones se intensifican. Esperamos que sea de agrado y de utilidad para la reflexión. Y como decía en el texto de bienvenida que nos lleve a la pregunta de los nuevos escenarios, entornos, contextos que rodean a la adolescencia hoy.

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Los adolescentes y la cultura posmoderna

Lic. Alicia Cibeira
Lic. en psicología. Docente posgrado en Orientación Vocacional de la UBA. Integrante del Depto. de Orientación Vocacional del CBC-UBA.

La adolescencia, ese camino crucial de la vida del sujeto, conlleva la difícil tarea de desasimiento de la autoridad de los padres, "...una de las consecuencias más necesarias aunque también una de las más dolorosas" al decir de Freud, e implica un reposicionamiento en relación al deseo parental y la búsqueda para sí de un lugar simbólico particular. Esta labor de procesamiento de duelo se transforma en situación problemática en un momento histórico como el actual, en el que predomina la creencia apocalíptica de que nada marcha, de que ha llegado el fin de la historia, que coexiste con el sostenimiento imaginario desde el adulto del mito de la eterna juventud. Momento definido por algunos como "postmodernismo", y que según Jean Baudrillard es un tiempo en el que predomina la cultura del simulacro, reflexionando sobre la disolución contemporánea del tiempo y espacio públicos. En el mundo del simulacro se perdería la causalidad y lo grave de todo esto es que el objeto no serviría como el espejo del sujeto, se pierde la escena privada pública y sólo hay información "obscena".
Textualmente dice el autor citado anteriormente:
"Ya no formamos parte del drama de la alienación, vivimos en el éxtasis de la comunicación, y este éxtasis es obsceno. Lo obsceno es lo que acaba con todo espejo, toda mirada, toda imagen. Lo obsceno pone fin a toda representación."
Si planteábamos la adolescencia como un juego de miradas, palabras, es decir de identificaciones con las que se procura un "ser", tendría que haber cierta alienación, en ese juego de separación-indiferenciación del que hablan ciertos autores, ¿qué sería y cómo jugaría "lo obsceno" en relación a los adolescentes y el mundo actual, y en especial al mundo del trabajo?.
"La juventud está perdida...", "los jóvenes no tienen ideales...", "... están sin hacer nada, no los mueve nada...", son expresiones que generalmente se escuchan en boca de adultos referidas a los adolescentes, en una cultura que promete el bienestar y el confort oponiéndose a la afirmación freudiana de que esta cultura no es posible sin malestar, mientras que a esa ilusión omnipotente se opone un "sin futuro" inquietante.
El recorrido quejoso del adulto respecto de los jóvenes impide un posicionamiento diferente, que implique la posibilidad de pensar y la aparición de la pregunta acerca de cómo están implicados todos y cada uno en la forma en que se procesan las diferentes circunstancias por las que el sujeto transita la tan mentada adolescencia en un contexto como el actual.
Me propongo en este trabajo el análisis de algunas vicisitudes por las que atraviesan los jóvenes al momento de elegir su salida vocacional-ocupacional, y la posición del adulto y de la sociedad ante los mismos.
En tanto el sujeto se halla atravesando por lo histórico-socio-cultural-económico que lo constituye a partir de procesos identificatorios que se inician en el vínculo con un otro significativo en el núcleo de la estructura familiar, la compleja tarea que supone asumir un proyecto propio parece una ironía en la cual el adolescente se debate apremiado por padres y educadores en un "se debe elegir", libremente, mientras que desde el aparato productivo las posibilidades se muestran escasas o mezquinas para los principiantes.
Como suele ser en otros tantos aspectos, el adolescente se hace cargo y depositario de conflictos y contradicciones que exceden el terreno de lo personal, en un fenómeno de segregación que agrega variables inmanejables a la crisis de la elección vocacional-ocupacional.
En diversos artículos Freud aborda el análisis de lo social, afirmando que serían dos "las cosas que mantienen cohesionada a una comunidad:la compulsión de la violencia y la ligazón de sentimientos entre sus miembros", aplicando aquí al funcionamiento de las comunidades su concepción respecto de un interjuego incesante del accionar de dos clases de pulsiones del ser humano: las eróticas o sexuales, o sea aquellas que tienden a la conservación, a la reunión, y las agresivas o de destrucción, que son las que se orientan a la desagregación y la muerte. Sólo de acciones conjugadas y contrarias de pulsión de vida y muerte surgen pues los fenómenos de la vida y el mantenimiento de la misma, y, agrega Freud, el equilibrio en la comunidad.
Sin embargo, innumerables factores pueden incidir en el desequilibrio de la necesaria armonía o confluencia de los términos que posibilitaría la cohesión de una comunidad, inclinando hacia uno u otro polo de relación de fuerzas y el adecuado equilibrio entre autoridad, límite, respeto mutuo, afectuosa solicitud y cuidado para con el otro.
Las ideas de Freud anteriormente citadas nos permitirían entender con mayor claridad el planteo de Baudrillard al afirmar que desde lo social se fomentaría una esquizoidía que coexistiría con la debilidad del lazo social, complejidad que se evidencia en distintas manifestaciones: el aislamiento de muchos de los jóvenes que acceden a los juegos electrónicos creyendo compartir con amigos una actividad cuando en realidad el intercambio se realiza con un otro no humano, no personal, y de otro grupo de adolescentes que quedan colocados en los márgenes del sistema otorgándoles el rótulo de "transgresores", son ejemplos posibles. Por otro lado, el adolescente queda a merced de estructuras anquilosadas en el sistema que no los prepara para la oferta laboral, con currículas cerradas que no contemplan en la mayoría de los casos los intereses peculiares de trabajo e investigación de los jóvenes de hoy.
La postmodernidad y los clisés que en ella se usan nos abarcan a todos, no podemos escapar de ellos, apareciendo como dolencia de estos tiempos la sensación de haber perdido los sueños, las ilusiones de sociedades más justas, igualitarias, solidarias, y de respeto por el hombre en lo laboral y desde el poder. La ritualización de la existencia y del pensamiento son el resultado del discurso del postmodernismo, atentando contra la dimensión temporal del sujeto, que es imprescindible para el desarrollo psíquico y para la integración en la cultura y la sociedad. P. Aulagnier plantea que "el acceso a la temporalidad y a una historización de lo experimentado van de la mano, la entrada en escena del yo es al mismo tiempo entrada en escena de un tiempo historizado".
La posibilidad de acceder a un proyecto propio, el poder pensarse en función de ese lugar, campo de ideales, está dado por una dinámica basada en recorrido objetables e identificatorios que atravesó ese sujeto.
La cancelación del campo del proyecto, que repercute en el registro imaginario y simbólico del sujeto, no deja indemnes a los de la sociedad. Así veremos la restricción del campo de los ideales y la resignación consecuente en cada sujeto, y así como la caída de los ideales paternos permitirá al adolescente la búsqueda de sus propios caminos, también la caída de los objetos idealizados y de las viejas utopías, con la consecuente elaboración de su respectivo duelo, propiciaría una nueva investidura y un nuevo proyecto. Es necesario entonces que, nosotros, adultos, revisemos "los viejos ideales, las viejas teorías, y que se acepte su pérdida total o parcial en aras de las nuevas".
En el adolescente habría dos posiciones en relación a esta complejidad: quienes se identifican con el lugar asignado haciéndose cargo de que no hay futuro posible en lo personal y en lo ocupacional, asumiendo que la única salida posible sería la repetición de este sistema que no ofrece alternativas para los avances científicos de fines de siglo, y, por otro lado, aquellos que encarnan una posición cuestionadora, creando y jerarquizando respuestas novedosas no reconocidas desde los ámbitos universitarios, de formación terciaria y desde el adulto en general.
El adulto debe hacerse cargo de sus propios duelos, para poder ofrecerse como soporte identificatorio y como aquél ante quien oponerse y poder reconocer así las diferencias y la peculiar forma en que el adolescente define para sí caminos distintos e inimaginables en otro momento histórico social.

Lic. Alicia Cibeira (Lic. en Psicología , Psicoanalista. Docente de la Cátedra de Adolescencia I de la Facultad de Psicología de la UBA, integrante del Departamento de Orientación Vocacional del CBC)
Artículo publicado en la revista MERIDIANOS, Número 5, año 2, Diciembre 1994. Publicación

Estimados docentes: 
                              Comienza un nuevo año planteándose como siempre desafíos de fortalecer proyectos tanto como para pensar nuevos desafíos. Desde esta perspectiva es que les proponemos un texto donde la pregunta es la protagonista. Cómo preguntan los alumnos? Cómo interpretamos esas preguntas? Para qué sirve que un estudiante pregunte? Esperamos que lo disfruten y los invitamos además a leer artículos que iremos subiendo periódicamente para enriquecer nuestra práctica. 

¿Qué significa preguntar?1
Santiago Kovadloff
No se nos educa para que aprendamos a preguntar. Se nos educa para que aprendamos a responder. El mal llamado sentido común suele confundir el saber con lo que ya no encierra problemas y la verdad con lo invulnerable de la duda. Es que, usualmente, la pregunta sólo vale como mediación que debe conducir, cuanto antes, al buen puerto de una respuesta cabal. Allí, entre sus sólidas escolleras, se le exige naufragar al desasosiego sembrado por la pregunta.
Como se ve, preguntas y respuestas tienen, entre nosotros, no apenas un valor convencionalmente complementario, sino también íntimamente antagónico. Y en tren de sincerarnos, habrá que reconocer que nos cautivan mucho más las respuestas que las preguntas. Ello es fácil de explicar: mientras las primeras siembran inquietud, las segundas, si no reconfortan, al menos clarifican y ordenan. Pero por lo mismo que están llamadas a apaciguar la incertidumbre, las repuestas suelen ser más requeridas que encontradas y su aparente profusión, en consecuencia, resulta más ilusoria que real. Y en un mundo que cree disponer de más respuestas que las que efectivamente tiene, preguntar se vuelve imperioso para poner al desnudo el hondo grado de simulación y jactancia con que se vive. Tan imperioso, diría yo, como peligroso. Exhibir sin atenuantes nuestra indigencia en términos de saber no suele ser una iniciativa que coseche demasiadas simpatías. Occidente, no menos contradictorio en esto que en otras cosas, quiso perpetuar la memoria del hombre que encarnó como nadie la pasión de preguntar y el don de sostenerse con entereza en el riesgo de lo que preguntar implica. Pero Sócrates fue condenado a muerte por la misma cultura que lo enalteció. Su recuerdo, por lo tanto, resulta tan estimulante como preventivo.
No hay sistema autoritario que no asiente el despliegue de su intolerancia en la primacía de las respuestas sobre las preguntas; en la presunción, respaldada a punta de bayoneta, de que el saber (que por lo general se presenta como El saber) tiene al sujeto por depositario pasivo y no por intérprete activo.
Asimismo, es tan interesante como descorazonador verificar que, en su mayoría, los políticos tienden a excluir las preguntas del arsenal retórico en que nutren su elocuencia. Están persuadidos de que les irá mejor si se las ingenian para responder antes de que para preguntar. Ello supone que las preguntas, explícitas o no, corren por cuenta del electorado insatisfecho, con lo cual quedan definitivamente asociadas a lo que debe superarse y no a lo que debiera ser recuperado.
Decididamente, preguntar no es prestigioso. Puede, sí, resultar circunstancialmente tolerable, sobre todo en boca de los niños. Entre los tres y los diez años, los chicos suelen hacerse cargo de cuestiones cuya densidad poética y filosófica rebasa con holgura eso que, un tanto precipitadamente, llamamos nuestra madurez. Así es como, en su mayoría, quienes divulgan en reuniones sociales las “ocurrencias” de sus hijos, tienden a etiquetar como ingenioso a lo inquietante, como divertido a lo grave, como insólito a lo bello o como expresión de inocencia a lo que traduce el más radical de los cuestionamientos.
Los niños preguntan en serio. ¿Qué significa eso? Significa que, al igual que contadísimos adultos, se atreven a quedar a la intemperie, a soportar los enigmas impuestos por una realidad que, rompiendo su cascarón de docilidad aparente, se planta ante ellos revulsiva, irreductible, misteriosa y desafiante.
Los niños no preguntan porque no sepan. Preguntan porque el saber aparente, ese velo anestesiante que años después habrá de envolverlos, aún no ha logrado insensiblizarlos. Es que los niños están constituidos por un tejido espiritual que mientras rige no es permeable a la función soporífera que se adjudica al conocimiento bajo el nombre de educación. Los niños están aún más acá del saber. Lo demuestran al hacerse cargo, personalmente, de la responsabilidad de preguntar. Y aquí arribamos adonde más importa.
¿Quién pregunta de verdad? ¿Acaso aquél que ignora lo que otros, supuestamente, saben? ¿Pregunta, quizá, quien no cuenta con las respuestas de las que otros, más afortunados, sí dispondríamos? No lo creo. Preguntar no es carecer de información existente. Nada pregunta quien supone constituida la respuesta que él busca. Si la pregunta va en pos de una respuesta preexistente, será hija de la ignorancia y no de la sabiduría. Las auténticas preguntas, tan inusuales como decisivas, son aquéllas que se desvelan por dar vida a lo que todavía no las tiene; aquéllas que aspiran a aferrar lo que por el momento será inasible; aquéllas que se consumen por constituir el conocimiento en lugar de adquirirlo hecho.
Sí, preguntar es atreverse a saber lo que todavía no se sabe, lo que todavía nadie sabe. Preguntar es animarse a cargar con la soledad creadora de aquel viajero que inmortalizó Machado: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. Es que las preguntas serán siempre empecinadamente personales o no serán auténticas preguntas. Preguntar no es andar por ahí formulando interrogantes, sino sumergirse de cuerpo entero en una experiencia vertiginosa. Las preguntas, si lo son, comprenden la identidad de quien las plantea incluso cuando no resulten, en sentido estricto, preguntas autobiográficas. Precisamente, debido a ese férreo carácter personal e intransferible de la pregunta, es decir en virtud de su sello de instancia indelegable, la respuesta requerida no puede estar construida con antelación a ese preguntar. Sócrates no dispone de las respuesta que buscan sus interlocutores. No puede disponer de ellas si de verdad pregunta. Ellas sólo han de ser creación de quien se anime a forjarlas. Cada cual debe responder a su manera así como no puede sino preguntar a su manera.
En el auténtico preguntar zozobra la certeza, el mundo pierde pie, su orden se tambalea y la intensidad de lo polémico y conflictivo vuelve a cobrar preponderancia sobre la armonía de toda síntesis alcanzada y el manso equilibrio de lo ya configurado.
Cuenta Joan Corominas en su cautivante diccionario que laexpresión latina percontari, de la cual proviene nuestro preguntar, se vio alterada, en su proceso de cambio hacia la lengua castellana, por el verbo de uso vulgar praecunctare, derivado de cunctari que significa dudar o vacilar. La referencia etimológica gana todo su peso si se advierte que percontari enfatiza, en el acto de preguntar, la decisión de conocer o de buscar algo que se sabe oculto o disimulado. En cambio, praecunctare subraya la incertidumbre, el tantear a ciegas que se adueña de aquel que pregunta. Y, efectivamente, en el acto de preguntar la realidad reconquista aquel semblante antiguo, penumbroso, que la respuesta clausura y niega.
1 Tomado de Kovadloff, Santiago (1991) La nueva ignorancia. Buenos Aires: REI argentina.